Amanecer despierta, ventana abierta.
Eso era lo que Eloísa decía en voz alta cada mañana al llegar al pabellón.
A cualquiera, aquel montón de chapa y bloques prefabricados, en medio de un páramo donde las cabras no se sabe qué pastaban; le hubiera parecido un horror.
Y más horror si cabe, era el olor que fétido e incansable emanaba de la planta de tratamiento de aguas ¡ cuánto calor!
Pero para ella, todo era un regalo. Un castillo y una piscina.
Cualquier cosa sería un mérito de Dios. Una excusa para el agradecimiento.
Una maravilla, seleccionar los pimientos, que por montones y en camiones, le dejaban sobre la cinta transportadora.
Atrás había dejado el hambre, y la sed. La dura travesía. El horror del burdel. En otro pabellón, a las afueras de El Ejido. De donde tras ser abusada, golpeada, y esclava; fue liberada.
Allí no había ventana.
No a la violencia de género.
Cristina Maruri.